Gobernanza de los datos

Gobernanza de los datos: confianza en el siglo 21

La humanidad, como un aprendiz de brujo sediento de progreso, ha abierto las compuertas de un torrente incontenible: la era digital con la consecuencia de la gobernanza de los datos

Cada clic, cada transacción, cada interacción en este nuevo universo virtual deja una estela de información, una huella indeleble en el tejido del ciberespacio.

Gobernanza de los datos
Gobernanza de los datos

Estos rastros, aparentemente insignificantes en su individualidad, como motas de polvo digital bailando en el vacío, se agrupan formando un océano de datos, un Leviatán digital que promete revolucionarlo todo.

Desde la medicina, con sus diagnósticos algorítmicos y cirugías a distancia, hasta la política, donde los candidatos ya no buscan votos, sino “likes” y “retuits”; desde la educación, con sus plataformas de aprendizaje personalizado que se adaptan al ritmo de cada estudiante.

Hasta el arte, donde la realidad virtual abre las puertas a experiencias sensoriales nunca antes imaginadas… todo, absolutamente todo, se ve permeado por este torrente de información.

Pero como ocurre con toda fuerza desatada, sin un control adecuado, sin una brújula ética y unas reglas claras, este tsunami de información amenaza con ahogarnos en su propio torbellino.

Imaginemos por un instante, si les es posible a nuestras mentes aún ancladas en lo analógico, la Biblioteca de Alejandría, ese templo del saber que albergaba los manuscritos más preciados del mundo antiguo.

Imaginemos sus pergaminos, sus rollos de papiro, conteniendo la historia, la filosofía, la poesía de un mundo entonces vasto.

Ahora, multipliquemos su contenido por un factor de millones, por una cifra que desafía la imaginación, por un número que desborda los límites de lo tangible… y apenas tendremos una vaga idea del volumen de datos que se generan a diario en el siglo XXI.

Cada minuto que transcurre, miles de millones de mensajes de texto, efímeros como suspiros digitales;

de correos electrónicos, tejiendo una red invisible de conexiones y negocios;

de búsquedas en Google, preguntas lanzadas al oráculo digital en busca de respuestas inmediatas; de transacciones bancarias, cifras que se transfieren a la velocidad de la luz, construyendo y destruyendo fortunas…

Todos ellos se vierten en ese océano digital, engrosando su caudal de forma exponencial, retándonos a comprender su dinámica, a domar su fuerza bruta.

Ante tal avalancha, la pregunta se vuelve tan imperativa como el ritmo frenético al que parpadea el cursor en nuestras pantallas, tan urgente como la notificación que nos recuerda una cita ineludible:

¿cómo gobernar, cómo poner orden y sentido en este caos digital? ¿Cómo evitar que la presa de la información colapse, arrastrándonos en una inundación de ruido sin sentido, de datos huérfanos de significado?

La respuesta, como suele ocurrir en los asuntos humanos, esos que se resisten a la lógica binaria de los unos y ceros, no es simple ni unívoca.

No hay algoritmo, por sofisticado que sea, por mucho que se aproxime a la inteligencia que consideramos propia de nuestra especie, que pueda resolver este dilema.

Se trata de un rompecabezas complejo, con múltiples aristas y actores involucrados, un juego de estrategia donde las piezas se mueven a la velocidad del pensamiento, un ajedrez multidimensional donde cada movimiento tiene consecuencias impredecibles.

Gobernanza de los datos
Gobernanza de los datos

En primer lugar, debemos hablar de la propiedad de los datos, un tema espinoso, resbaladizo como un pez plateado que se escapa de las redes de la legislación tradicional.

¿A quién pertenecen estas migajas de información que vamos dejando a nuestro paso por el mundo digital, como migas de pan virtuales en un bosque de píxeles?

¿A las grandes corporaciones tecnológicas, esos leviatanes digitales con tentáculos que se extienden por todo el globo, con pies de algoritmo que no conocen fronteras, recopilando datos con avidez insaciable?

¿O acaso a los gobiernos, que buscan en ellas patrones y tendencias, la clave para anticipar el comportamiento de las masas, para predecir –y controlar- el curso de las elecciones, las revueltas, los mercados?

¿O acaso, y aquí la pregunta se vuelve susurro incómodo, a nosotros mismos, los ciudadanos que, con ingenuidad o resignación.

Vamos cediendo nuestra privacidad a cambio de la promesa de una vida más cómoda y conectada, de un mundo a la medida de nuestros deseos, sin percatarnos de que, al hacerlo, podríamos estar renunciando a algo mucho más valioso: nuestra libertad?

Aquí es donde entran en juego conceptos como el consentimiento informado y la transparencia, dos faros que deberían iluminar la penumbra de este nuevo escenario digital, dos principios que, como anclas éticas, deberían evitar que la nave de la innovación derive hacia la tiranía tecnológica.

No basta con aceptar mecánicamente las condiciones de uso de una aplicación o un servicio digital, a menudo redactadas en un lenguaje impenetrable para el usuario común.

Una letanía de jerga legal que induce al letargo y a la resignación, a hacer clic en “Aceptar” sin leer, sin comprender las consecuencias de nuestro acto.

Es necesario comprender qué tipo de información se está recopilando, con qué fines se utilizará, quiénes tendrán acceso a ella y, sobre todo, qué consecuencias puede tener para nuestra libertad y nuestra autonomía.

Porque imaginemos, por un instante, un mundo donde cada paso que damos, cada compra que hacemos, cada conversación que mantenemos, queda registrada, analizada, utilizada para predecir nuestro comportamiento, para influir en nuestras decisiones.

Un mundo donde la línea entre la realidad y la ficción se difumina, donde la manipulación se vuelve tan sutil, tan omnipresente, que nos resulta imposible distinguirla.

¿Es este el futuro que queremos construir? ¿O es posible un camino alternativo, donde la tecnología, en lugar de alienarnos, nos libere, donde la información, en lugar de controlarnos, nos empodere?

Y en esta encrucijada, la cuestión de la propiedad de los datos se torna un laberinto en sí mismo, un nudo gordiano que la legislación tradicional parece incapaz de cortar con precisión.

Porque, ¿cómo legislar sobre lo intangible, sobre la esencia misma de nuestra interacción con el mundo digital?

¿Cómo poner precio, establecer límites, a esa miríada de datos que, como gotas de rocío digital, se evaporan y condensan en la nube, desafiando las fronteras y las jurisdicciones?

Imaginemos, por un instante, un escenario que ya no pertenece al reino de la ciencia ficción: un implante neuronal nos permite acceder a internet con el pensamiento, traduciendo nuestras ondas cerebrales en búsquedas, mensajes, emociones compartidas en tiempo real.

¿A quién pertenecen esos datos, esa sinfonía neuronal que antes era patrimonio exclusivo de nuestra intimidad? ¿A la empresa que diseñó el implante?

¿Al gobierno que, con la excusa de la seguridad nacional, monitoriza nuestra actividad cerebral? ¿O acaso a nosotros mismos, que, en un acto de suprema ingenuidad o de sometimiento voluntario, hemos entregado las llaves de nuestra mente al algoritmo?

La respuesta, como un eco que se propaga por los pasillos del ciberespacio, se multiplica en un sinfín de posibilidades, de dilemas éticos y legales que aún no hemos terminado de comprender.

Por un lado, está la visión, defendida por algunos, de que los datos son el nuevo petróleo, un recurso natural a ser explotado por aquellos que tienen los medios para hacerlo.

Gigantes tecnológicos como Google, Facebook o Amazon basan su imperio en la recolección y análisis masivo de datos, utilizándolos para predecir nuestros deseos, modular nuestros gustos, vendernos productos y servicios que quizás no necesitamos.

Pero que aprendemos a desear a través de la manipulación algorítmica.

En este escenario, la propiedad de los datos reside en manos de unos pocos, mientras que las mayorías, inconscientes o resignadas, se convierten en meros proveedores de materia prima digital.

Por otro lado, surge con fuerza la idea de que los datos son un bien personal, un reflejo de nuestra identidad en el mundo digital, y que, como tal, debemos tener control sobre ellos.

El derecho a la privacidad, consagrado en numerosas declaraciones de derechos humanos, se ve amenazado en la era digital, donde la información fluye sin control, traspasando fronteras, quedando registrada en servidores remotos a los que no tenemos acceso.

Surge entonces la necesidad de explorar nuevos modelos de propiedad de los datos, modelos que se adapten a la naturaleza líquida y ubicua de la información en el ciberespacio.

Se habla, por ejemplo, del concepto de “soberanía de datos”, que implica que cada individuo debe tener el control sobre sus propios datos, decidiendo quién puede acceder a ellos, con qué fines y bajo qué condiciones.

En este sentido, se están desarrollando tecnologías que permiten a los usuarios almacenar y gestionar sus propios datos de forma segura y descentralizada, sin depender de las grandes plataformas tecnológicas.

La tecnología Blockchain, por ejemplo, con su sistema de registro distribuido e inmutable, se presenta como una herramienta con un enorme potencial para devolver a los ciudadanos el control sobre su identidad digital.

Pero la cuestión de la propiedad de los datos no se limita al ámbito individual. También tiene profundas implicaciones a nivel colectivo.

Los datos, en la era digital, se han convertido en un activo estratégico para los Estados, que los utilizan para mejorar la eficiencia de los servicios públicos, para predecir y prevenir crisis, para tomar decisiones que afectan a la vida de millones de personas.

Sin embargo, este uso de los datos por parte de los gobiernos plantea, a su vez, importantes interrogantes éticas.

¿Cómo garantizar la transparencia y la rendición de cuentas en el uso de los datos públicos? ¿Cómo evitar que los gobiernos utilicen la información para controlar y manipular a la ciudadanía?

¿Cómo encontrar un equilibrio entre la seguridad nacional y el derecho a la privacidad en la era del terrorismo global y la vigilancia masiva?

Y es precisamente en este punto, con la sombra del Gran Hermano digital cerniéndose sobre nuestras conciencias conectadas, donde la ética, ese conjunto de principios a veces difusos, a veces contradictorios, que guían nuestro actuar, cobra una relevancia sin precedentes.

Porque no podemos, no debemos, delegar en algoritmos, por muy sofisticados que sean, la responsabilidad de decidir qué es bueno, qué es justo, qué es humano.

Imaginemos, por un momento, un algoritmo que determina el acceso a un tratamiento médico vital. Los datos indican que, estadísticamente, un determinado perfil demográfico tiene menos posibilidades de supervivencia.

¿Debería el algoritmo, en aras de la eficiencia, negar el tratamiento a aquellos que se desvían del patrón “óptimo”, aunque ello implique condenarlos a una muerte segura?

Este dilema, que podría parecer sacado de un relato distópico, nos sitúa frente a una pregunta fundamental: ¿pueden los algoritmos ser éticos?

Y si la respuesta es negativa, ¿cómo podemos nosotros, seres imperfectos, con nuestros sesgos y contradicciones, guiar el desarrollo tecnológico por una senda ética?

La ética, a diferencia de los algoritmos que buscan patrones predecibles en la maraña de datos, se mueve en el terreno resbaladizo de los valores, de los principios morales que, si bien pueden variar según las culturas y las épocas.

Apuntan siempre a un mismo objetivo: la construcción de una sociedad justa, donde se respete la dignidad y la libertad de cada individuo.

Y es aquí donde reside la principal dificultad. La ética no se puede traducir en un código binario de unos y ceros, no se puede encapsular en un conjunto de reglas preestablecidas que dicten, de manera inequívoca, cuál es la decisión “correcta” en cada situación. La ética, como la literatura, como el arte, se nutre de la ambigüedad, de la capacidad de comprender el contexto, de sopesar diferentes valores en conflicto, de tomar decisiones difíciles sin la seguridad de una respuesta absoluta.

Integrar la ética en la gobernanza de los datos no se reduce, por lo tanto, a establecer una serie de reglas o a programar algoritmos con “valores preestablecidos”.

No se trata de crear una suerte de “policía ética digital” que vigile y castigue a aquellos que se desvíen del camino preestablecido.

Es, ante todo, un proceso dinámico, un diálogo constante entre diferentes actores, una búsqueda conjunta de soluciones que, sin pretender ofrecer respuestas absolutas a dilemas complejos, nos permitan avanzar hacia un futuro donde la tecnología esté al servicio del ser humano, y no al revés.

En este sentido, es necesario trascender el enfoque utilitarista que a menudo prevalece en el ámbito tecnológico, donde el fin –la eficiencia, la innovación, la maximización de beneficios– parece justificar cualquier medio.

Debemos preguntarnos no solo si algo es técnicamente viable, sino también si es deseable desde un punto de vista ético, si respeta los derechos fundamentales, si contribuye a construir una sociedad más justa y equitativa.

Tomemos como ejemplo el desarrollo de la inteligencia artificial en el ámbito laboral.

Gobernanza de los datos
Gobernanza de los datos

Es innegable que la automatización de tareas puede generar importantes beneficios en términos de eficiencia y productividad.

Sin embargo, también plantea serios desafíos éticos.

¿Cómo evitar que la inteligencia artificial se convierta en una herramienta para la destrucción masiva de empleos?

Para la creación de una sociedad aún más desigual, donde unos pocos privilegiados –los dueños de los algoritmos– acumulan la riqueza mientras que las mayorías se ven relegadas a la precariedad.

¿Cómo garantizar que los beneficios de la automatización se distribuyan de manera justa, que se creen nuevas oportunidades laborales, que se proteja a los trabajadores más vulnerables?

La respuesta, como suele ocurrir, no es sencilla.

Requiere de un enfoque multidimensional, donde participen gobiernos, empresas, sindicatos y, por supuesto, los propios ciudadanos.

Se necesitan políticas públicas que fomenten la creación de empleos de calidad en sectores emergentes, que garanticen la protección social de los trabajadores desplazados por la automatización, que promuevan la formación continua a lo largo de la vida.

Se necesita, también, que las empresas asuman su responsabilidad social, que no vean a los trabajadores como simples recursos prescindibles, sino como seres humanos con necesidades, aspiraciones y derechos que deben ser respetados.

Y aquí, de nuevo, la ética se erige como un faro, como un faro que nos guía en la toma de decisiones, como un imperativo moral que no podemos ignorar.

No podemos, no debemos, permitir que la fascinación por la tecnología nos ciegue ante las consecuencias sociales de nuestras acciones.

Debemos ser conscientes de que el futuro no está escrito en un código binario, sino que se construye día a día, con cada decisión que tomamos, con cada línea de código que escribimos, con cada clic que hacemos en el laberinto digital.

La ética, en este sentido, se convierte en una especie de código moral paralelo, un conjunto de principios que no pueden ser programados en un algoritmo, sino que deben emanar de nuestra propia conciencia, de nuestra capacidad de empatía, de nuestra voluntad de construir una sociedad donde la tecnología esté al servicio del ser humano, y no al revés.

La fascinación por la novedad, por la velocidad, por la eficiencia, no puede justificar la renuncia a nuestros valores, a nuestra responsabilidad individual y colectiva.

Debemos evitar caer en la trampa de la tecnocracia ciega, esa que nos susurra al oído que la tecnología, por sí sola, nos conducirá a un futuro utópico de progreso y bienestar.

La historia, plagada de ejemplos de cómo la innovación sin control puede volverse contra el hombre, nos advierte de los peligros de este camino.

La ética, en este contexto, no se reduce a un conjunto de reglas abstractas o a un debate filosófico estéril.

Se traduce en acciones concretas, en decisiones cotidianas que determinarán el rumbo de la era digital. Se trata de preguntarnos, cada vez que diseñamos un algoritmo, cada vez que creamos una aplicación, cada vez que compartimos un dato en la red:

¿A quién beneficia esta tecnología? ¿Qué consecuencias puede tener para la privacidad de las personas, para la igualdad de oportunidades, para el ejercicio de la libertad?

Se trata, en definitiva, de asumir nuestra responsabilidad como ciudadanos de la era digital, de comprender que el futuro no está preprogramado, sino que se escribe con cada una de nuestras acciones, con cada decisión que tomamos en este laberinto digital que hemos creado entre todos.

 

 

Por Marcelo Lozano – General Publisher IT CONNECT LATAM
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