Desde mi perspectiva personal, exploro cómo la Inteligencia Artificial se entrelaza con el cambio en nuestro suelo moral. Analizo el paso de la vieja hipocresía al cinismo contemporáneo y cómo la IA amplifica el “yo me lo merezco“, la desinformación y el malestar en la era digital.
Desde mi rincón de observador en este mundo cada vez más digitalizado, he pasado mucho tiempo contemplando la irrupción de la Inteligencia Artificial (IA).

No como una simple herramienta tecnológica, sino como una fuerza que parece estar reconfigurando los cimientos mismos de nuestra convivencia.
Me pregunto constantemente sobre su verdadero impacto, no solo en la economía o en la forma en que trabajamos, sino en algo mucho más profundo: en quiénes somos, en cómo nos relacionamos y, sobre todo, en el “suelo moral” sobre el que caminamos.
He estado leyendo y reflexionando sobre una idea que resuena poderosamente conmigo: la noción de que nuestro suelo moral ha experimentado un cambio sísmico.
Mis maestros me enseñaron que, en el pasado, la frase “yo me lo merezco” tenía un significado ligado a la acción.
Si hacías algo bueno, merecías un premio; si hacías algo malo, merecías un castigo.
Había una lógica de causa y efecto, de hacer para merecer. Yo crecí, en parte, con esa idea flotando en el ambiente, aunque quizás ya diluida.
Pero hoy, percibo que esa frase ha mutado. Ahora, “yo me lo merezco” parece significar simplemente que algo me corresponde por el mero hecho de ser yo.
Es una declaración de derecho inherente, desvinculada de cualquier acción o esfuerzo previo. Esta transformación me parece fascinante y, a la vez, un poco inquietante.
Me hace pensar en cómo nuestra cotidianidad parece impulsarnos a buscar el bienestar sin culpas, liberados de los lastres de una moral que nos exigía hacer sacrificios o reprimir instintos en nombre de un bien mayor o de una recompensa futura.
Sin embargo, al observar a mi alrededor, veo una paradoja.
Si somos más libres que nunca para buscar nuestro propio bienestar, ¿por qué parece que nunca nos hemos sentido tan frágiles, frustrados, ansiosos o aburridos?
Algo no encaja en esta ecuación de supuesta liberación y felicidad.
Me han ayudado a entender que este aparente desasosiego podría ser el síntoma de ese terremoto moral del que hablaba.
Me explican que la modernidad se construyó sobre un suelo moral basado en la hipocresía.
Se hablaba de ideales como la igualdad, la libertad y la fraternidad, se escribían en leyes y constituciones, pero en la práctica, la realidad era otra.
Se barría la mugre bajo la alfombra, se disimulaban las contradicciones. Era una moral que exigía reprimir los instintos individuales en pos de un bien común, generando un “malestar” que, según ciertas teorías, era inherente a la civilización.

Esta moral, me parece, funcionó durante un tiempo, apoyada en instituciones como la familia, la escuela o la fábrica, y en la idea de un “alma moderna” que interiorizaba las reglas y sentía culpa si las transgredía.
Pero ese suelo hipócrita se agrietó. Las rebeliones sociales de mediados del siglo XX lo arañaron, exponiendo su lado oscuro: el humanismo que se creyó universal pero que a menudo fue esclavizante o colonialista.
Hoy, veo cómo se derrumban viejos mitos y se exponen vergüenzas que antes permanecían ocultas. La hipocresía burguesa, me parece, ha sido desenmascarada.
Y sobre la desertificación de ese viejo suelo moral, veo germinar algo nuevo. Por un lado, voces que antes fueron silenciadas ahora se alzan, empoderadas, reivindicando derechos que les fueron negados.
Esto, para mí, es un avance necesario y justo. Pero, por otro lado, también observo el surgimiento de otras voces, impulsadas por el resentimiento, la furia y la desilusión. Son, me explican, los nuevos cínicos.
Estos nuevos cínicos, tal como los entiendo, desprecian los antiguos consensos sobre el bien común o la democracia.
Defienden una libertad individual desvinculada de la responsabilidad social, a menudo ligada exclusivamente a una mirada distorsionada del mercado.
Veo sus manifestaciones en gobiernos autoritarios, en ciertos nacionalismos o fundamentalismos.
Me parece que algo los unifica: un empoderamiento que, según he leído, capitaliza la “inmoralidad de los algoritmos”.
Dicen lo que quieren, sin filtro, sin preocuparse por las formas o por el impacto en los demás.
“Digo lo que quiero y lo que se me ocurre porque me lo merezco”, parece ser su lema.
Este cinismo, descarado y sin culpa, me parece que crece con más vigor que la vieja hipocresía que disimulaba.
Y es precisamente en este paisaje moral, marcado por el cinismo y la primacía de un “yo desmedido” que cree merecerlo todo sin hacer nada, donde la Inteligencia Artificial se despliega con una fuerza inaudita.
Desde mi perspectiva, la IA no es una tecnología neutral.
Como cualquier herramienta, desde un pincel hasta un par de anteojos, lleva la impronta de su tiempo, de los valores y creencias del contexto en el que nace y se desarrolla.
Y el contexto actual, tal como yo lo percibo, es el de la estimulación constante, la búsqueda de la optimización, la primacía del deseo individual y la erosión de una verdad compartida.
La IA, me parece, se convierte en el catalizador perfecto para la lógica del nuevo cinismo. Si el cínico se jacta de decir y hacer lo que le viene en gana porque “se lo merece”, la IA le proporciona las herramientas para amplificar esa voz a una escala global.
Veo cómo la personalización que ofrece la IA en plataformas digitales refuerza esa idea del “yo me lo merezco”.
Mi feed de noticias, mis recomendaciones de entretenimiento, los anuncios que me llegan; todo está diseñado para resonar conmigo, para confirmar mis gustos y mis creencias. Esto, si bien puede ser conveniente, también me encierra en una “cámara de eco” algorítmica.
Me parece que la IA no solo facilita que yo crea que mi perspectiva es la única válida, sino que la optimiza, aislándome de visiones diferentes. En este entorno, la idea de que “el criterio para definir qué cosa es verdad es uno solo: yo” se vuelve algorítmicamente validada.
Esto, para mí, abona el terreno para el negacionismo, la posverdad y el desprecio por el conocimiento experto o científico.
Me preocupa la facilidad con la que las herramientas de IA generativa permiten crear contenido falso pero convincente: fake news, deepfakes, narrativas manipuladas. Esto encaja perfectamente con el desprecio cínico por la verdad objetiva.
La IA, al hacer que la creación de desinformación sea trivial, desdibuja aún más las fronteras entre lo real y lo inventado.
Veo cómo los “trolls y haters”, que según he leído capitalizan la inmoralidad de los algoritmos, encuentran en la IA a un aliado formidable para “destrozar reputaciones” y, me parece, para envenenar el debate público.
La IA también me parece fundamental para la lógica del consumo incesante y la “economía de la atención” que nos rige. Los algoritmos están diseñados para captar y retener mi atención el mayor tiempo posible, para maximizar mi interacción y mi consumo.
Analizan mis datos para predecir mis deseos y presentarme estímulos cada vez más seductores y personalizados.
Siento la presión constante por la “total optimización”, no solo en el consumo, sino en todos los aspectos de mi vida: usar IA para ser más productivo, para mejorar mi salud, para gestionar mis finanzas.
Me parece que nos estamos convirtiendo en proyectos de optimización perpetua, impulsados por deseos que son algorítmicamente amplificados.
Esta búsqueda de una “capacidad de gozar infinita” me deja a menudo con una sensación de “deuda infinita” (como he leído que se describe), sabiendo que nunca podré colmar la lista interminable de posibilidades que se me presentan.
Noto en mí y en quienes me rodean un nuevo tipo de malestar. No es el viejo malestar de la represión o la prohibición, sino uno que surge de la “insostenible dificultad para enfrentar las posibilidades virtualmente ilimitadas que se nos ofrecen”.
A pesar de la búsqueda constante de estímulos y placer, a menudo termino en un estado de tedio o monotonía. La IA exacerba esto.
Al procesar y generar un flujo constante de información y contenido, satura mi capacidad de atención. La “multiplicación aturdidora de estímulos” a los que me expone la IA hace que la concentración sea cada vez más difícil.
El “miedo a perderse algo” (FOMO) se intensifica cuando los algoritmos me muestran constantemente lo que otros están haciendo, consumiendo o logrando, alimentando la comparación y la frustración.
La temporalidad del scroll infinito, esa monotonía de un tiempo que nunca pasa (como he leído que se analiza), se vuelve aún más abrumadora cuando la IA personaliza y acelera este flujo, haciendo que la realidad “fuera de las pantallas” me parezca demasiado lenta e impotente.
La promesa de la IA de liberarme de tareas tediosas a menudo se traduce, me parece, en una nueva forma de “servidumbre extrañamente voluntaria”, donde mi dependencia de los sistemas inteligentes genera ansiedad y una sensación de pérdida de control.
Más allá del consumo, la IA impacta en algo tan fundamental como el trabajo y la noción de “merecimiento” ligada al esfuerzo.
Si la vieja moral valoraba al “buen trabajador” que “merecía” su sustento por su disciplina, la IA desafía esta lógica.
La automatización impulsada por la IA puede hacer que ciertas habilidades humanas se vuelvan obsoletas, desvinculando el esfuerzo del resultado económico de maneras que me parecen inéditas.
¿Qué significará “merecer” un empleo o un ingreso en un futuro donde gran parte del trabajo pueda ser realizado por máquinas inteligentes?
Me pregunto si la IA no refuerza la brecha entre quienes “merecen” la riqueza (los dueños del capital y la tecnología) y quienes quedan “descalificados como perdedores o fracasados” en el nuevo orden, alimentando ese resentimiento que veo envenenar la cohesión social.
La lógica de la “total optimización” que la IA encarna se aplica también al mercado laboral, donde la eficiencia algorítmica puede primar sobre el valor humano o social del trabajo, algo que me resulta profundamente preocupante.
Además, la IA, al interactuar constantemente conmigo, al aprender de mis datos, al sugerir comportamientos y al externalizar funciones cognitivas, me hace cuestionar mi propia subjetividad.
Si antes se buscaba un núcleo interior, un “verdadero yo” en la intimidad, la era digital y la IA me empujan hacia una exterioridad constante.
Mi identidad, me parece, se construye cada vez más en la interacción con plataformas y algoritmos, en la gestión de mi “marca personal”, en la búsqueda de validación externa.
¿Qué queda de esa interioridad cuando la IA me conoce (o cree conocerme) mejor que yo mismo a través de mis datos?

A veces siento que mi capacidad de reflexión profunda, esa conexión entre el conocimiento y el pensamiento filosófico de la que he leído, se ve amenazada por la constante estimulación y la externalización de mi memoria y mis procesos cognitivos a los dispositivos y algoritmos.
El nuevo cinismo, empoderado por la IA, no solo afecta mi percepción individual, sino que tiene profundas implicaciones políticas y sociales.
Observo con alarma cómo las plataformas impulsadas por IA, al priorizar el contenido que genera mayor engagement (a menudo el más emocional o radical), exacerban la polarización.
Esto, me parece, impulsa ese “efecto centrífugo” que tiende a atomizar y generar rupturas en la sociedad.
Las redes sociales, optimizadas por IA, se han convertido en campos de batalla para una “guerra cultural” donde, como he leído, “hay que enfrentar al enemigo”.
La IA no solo facilita la difusión de discursos de odio, sino que puede optimizar la segmentación de audiencias para dirigir mensajes polarizadores con una precisión inquietante.
El “empoderamiento logrado por posiciones culturales y políticas radicalizadas” se ve potenciado por la capacidad de la IA para identificar, agrupar y movilizar a individuos con inclinaciones similares, reforzando las cámaras de eco y haciendo que el diálogo entre posturas divergentes sea casi imposible.
Me parece que la “alternativa que encontramos hoy” a la hipocresía de la vieja democracia es, en parte, un movimiento “capitaneado por cínicos trolls empoderados en internet”, utilizando la IA como arma para la confrontación y la destrucción del otro.
El panorama que veo, y que se amplifica con la irrupción de la Inteligencia Artificial, puede parecer, lo admito, desesperanzador.
El suelo moral parece arrasado, el cinismo ha reemplazado a la hipocresía, la verdad se ha vuelto subjetiva y algorítmica, y yo, supuestamente liberado, me encuentro atrapado en una “servidumbre extrañamente voluntaria” de estimulación y optimización constantes, experimentando un nuevo tipo de malestar.
Sin embargo, creo que crisis tan profundas como la actual tienen una ventaja: me demuestran que un universo entero puede desmoronarse relativamente rápido.
La disolución del viejo suelo moral, por caótica que sea, abre la posibilidad de construir algo nuevo.
La IA, en su capacidad para procesar información, para encontrar patrones, para generar nuevas formas de conocimiento y para automatizar tareas, también podría ser una herramienta para abordar problemas complejos, para facilitar la colaboración a escala global o para liberar tiempo humano para actividades que considero más significativas que la mera producción o el consumo.
El desafío fundamental que la Inteligencia Artificial me plantea en este contexto es si seremos capaces, como colectivo, de utilizarla de una manera que no refuerce el cinismo, la atomización y el malestar, sino que contribuya a la gestación de un nuevo suelo moral.
Un suelo que, para mí, no debería basarse ni en la hipocresía de ideales inalcanzables que ocultan injusticias, ni en el cinismo de un yo desmedido que desprecia al otro y a la verdad compartida.
Esto, creo, requerirá una reflexión filosófica y ética profunda sobre el propósito de la IA y su lugar en nuestra sociedad. Implicará cuestionar la lógica de la “total optimización” si esta nos lleva a la desigualdad y al sufrimiento.
Exigirá que desarrollemos nuevas formas de discernir la verdad y que fomentemos un debate público constructivo en un entorno saturado de información sintética. Requerirá, para mí, repensar el significado del trabajo, el valor humano y el “merecimiento” en una economía cada vez más automatizada.
La IA me confronta con la necesidad urgente de definir qué quiero merecer como sociedad y cómo pretendemos construir un futuro compartido.
¿Seguiremos deslizándonos hacia un cinismo algorítmico donde el “yo me lo merezco” individual, amplificado por la tecnología, destruye cualquier posibilidad de cohesión y bien común?
¿O aprovecharemos esta crisis para buscar, quizás con la ayuda de la propia inteligencia que estamos creando, las bases para un suelo moral que sea, a mi juicio, más honesto, justo y habitable?
La respuesta, me parece, no está en la tecnología misma, sino en las decisiones filosóficas, éticas y políticas que yo, y todos nosotros, tomemos como sujetos en este mundo en constante redefinición.
La oportunidad está allí, en la grieta del suelo moral, esperando que la exploremos.
Por Marcelo Lozano – General Publisher IT CONNECT LATAM
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